A Quesito la vi por primera vez en la calle, con el rostro completamente deteriorado. Era una gatita pequeña, silenciosa, frágil, a la que el cáncer le había arrebatado casi todo: la fuerza, la forma, la dignidad. Su carita estaba marcada por una herida enorme, y a un costado, un tumor había crecido tanto que parecía estar consumiéndola viva.
Era imposible no sentir un nudo en el estómago al verla. Sabía lo que era. Sabía que eso era carcinoma, y que ya estaba muy avanzado. No tenía esperanzas. No las había. Pero aún así, no permití que siguiera sufriendo un solo día más en la calle. No podía simplemente mirar a otro lado como tantos ya lo habían hecho.
La llevé con los especialistas. No porque creyera que podía salvarse, sino porque quería estar seguro. Y lo confirmaron: un carcinoma avanzado, con un tumor maligno enorme junto a su mejilla. Ya no había tratamiento posible. Ya no había camino de regreso para ella. Lo único que quedaba era hacer lo correcto: darle un descanso real, digno, en paz.
Quesito vivió demasiado tiempo en la indiferencia. Fue ignorada, rechazada, incluso echada por personas que preferían no ver. Estuvo en las calles cuando más necesitaba auxilio. Pero al menos, en sus últimos días, alguien sí la vio. Alguien la tomó en brazos. Alguien le dijo: “ya no más dolor”.
Lo único humano que nos quedaba por ofrecerle era eso. No curarla. No prometerle más tiempo. Solo evitarle más sufrimiento. Así que la dejamos descansar. Con calor, con amor, y con la seguridad de que ya no estaba sola. No pudimos salvarla, pero sí pudimos acompañarla en su último suspiro. A veces, eso también es una forma de amor.